04 agosto, 2014

Me cuesta creer en el cambio.

Mi mentalidad –mi creer más profundo- es “parmenidea” y no “heracliteana”. Lo que me parece lógico es que las cosas sean lo que son y sigan siéndolo. Soy muy malo fijando las fechas en la que sucedieron los acontecimientos, seguramente porque el pasado, para mí, es como si fuera presente. Si una persona dijo o hizo algo es como si lo hubiera hecho o dicho ahora (doy por hecho que pertenece a una esencia inmutable). Y mi mujer dice: ¡Pero eso sucedió hace veinte años!

Para los que somos “parmenideos” es más significativo el “ubi sunt”. El cambio es inexplicable, por eso nace ese sentimiento de “dónde están las nieves de antaño”.


Ya que cambiamos ¿no podrían permanecer inalterables al menos los lugares? El alma encontraría un consuelo al estar –al menos- en el mismo jardín, el mismo bar, la misma playa, y se ayudaría de esos espacios para evocar aquel tiempo que no volverá.

Leys, en La felicidad de los pececillos, va más allá y cree que todos somos "parmenideos", y nuestra sorpresa al cambio no es sino una prueba de que no somos temporales.


No dejamos de asombrarnos del paso del tiempo: “Pero ¡cómo! ¡Si parece que era ayer cuando ese padre de familia calvo y bigotudo era aún un chaval con pantalón corto!”. Lo cual viene a demostrar que el tiempo no es nuestro elemento natural. ¿Es posible imaginar a un pez que se asombre de que el agua moje? Es que nuestra verdadera patria es la eternidad; nosotros no somos más que visitantes de paso en el tiempo.

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